Quizás nos hemos vuelto prisioneros y esclavos de nuestros propios laberintos, confundiendo el eco de nuestras quejas con el sonido del mundo.
Siempre absortos y perdidos en nuestros problemas y conflictos —que creemos "únicos" y personales—, perdiendo la capacidad de trascender y mirar con atención más allá.
Y así nos quedamos atrapados en un solo punto, en el que como peonzas giramos incansablemente alrededor de nuestro propio ombligo, como si todo girara en torno a él, perdiendo la perspectiva sin lograr ver la realidad que existe fuera de nuestras limitaciones.